El último señor del dragón by Joanne Bertin

El último señor del dragón by Joanne Bertin

autor:Joanne Bertin
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
publicado: 2014-11-30T23:00:00+00:00


34

Gevianna escuchaba dormir a Rann a través de la puerta. Le había costado mucho conciliar el sueño aquella noche; la excitación de la herida de la joven capitana y la alegría sin límites que le producía la esfera de fuego frío escarlata habían conspirado para mantener al niño despierto mucho más tarde de su hora habitual.

Pero ahora ya no se oían más ruidos en la habitación; Rann incluso había acabado el cuento con el que la mayoría de las veces llegaba a dormirse. Abrió la puerta. Todavía no oía nada.

Bien. A ver si mi idea funciona. Entró en silencio.

El chico estaba tumbado de través en la cama. Emitía unos ronquidos pequeños, de niño, y bufaba. Le tapó de nuevo con la sábana que había apartado de una patada y sonrió; el chico era muy travieso y se le cogía mucho cariño. Si las cosas hubiesen sido distintas…

Pero no estaba allí para quedarse mirando al niño al que cuidaba. Lo que buscaba flotaba al alcance de su mano, sobre el pie de la cama, e iluminaba el dormitorio con un débil brillo carmesí.

Deshizo los lazos que mantenían el cesto de costura unido a su cinturón. Apartó la tapa a un lado, y se acercó al fuego frío con tanta habilidad como si cazase un conejo tímido. La esfera no se alejó de ella. Ella se acercó lentamente, con cuidado…

Un segundo después era suyo. Si alzaba el cesto a la altura de los ojos, podía ver el brillo rojo a través del mimbre, pero si no, parecía la típica cesta redonda que las mujeres del castillo usaban para guardar sus agujas de bordar y sus hilos. La ató de nuevo con lazos a su cinturón. Tenía que hacer el encargo rápidamente. La duquesa Alinya había ordenado que Rann no se quedase solo en ningún momento.

A ver si esto es suficiente para redimirme a los ojos de la baronesa, pensaba mientras abandonaba las habitaciones de Rann y se dirigía hacia las del príncipe Peridaen. Se mordió el labio al recordar cómo la había insultado por haberse perdido el pícnic.

Cuanto más se alejaba de Rann, más nerviosa se ponía. Si alguien descubría que se había ido… Espero no tener que demorarme mucho en buscar al senescal del príncipe Peridaen.

Dobló una esquina y vio a uno de los sirvientes en quien le habían dicho que podía confiar para enviar mensajes. Gracias a los dioses.

—Ormery —le llamó—, necesito… un favor, si no te importa.

Ormery se puso alerta enseguida; había reconocido la frase y la forma de pronunciarla. Sin más que hacer, y con gran alivio, Gevianna le entregó el cesto de costura.

—Por favor, entrégale esto al senescal del príncipe Peridaen. Debo volver.

Ya había cumplido su tarea, por lo que Gevianna volvió a la carrera a las habitaciones del joven príncipe.

—¿Rann? —le llamó, con voz bajita, mientras entraba. No contestó. Elevó una plegaria de agradecimiento a los dioses y se sentó. Nadie se había percatado de su ausencia.

—¿Gevvy? ¿Dónde está mi fuego frío?

La adormilada queja hizo que Gevianna entrase en el dormitorio de Rann la mañana siguiente.



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